30 de Octubre 2015
Sala Santana 27, Bilbao.
El día D para gran parte de los metaleros bilbaínos, llevaba muchos meses marcado en el calendario conciertil de la zona norte. La visita de dos de los conjuntos que cimentaron el Big Four americano, junto a los emergentes Kvelertak, supondría una jarana de demasiada enjundia, como para que nadie contemplase la opción de perdérsela. Es por esto que las entradas se acabarían agotando más de una semana antes de la cita, convirtiendo el evento en algo mucho más exclusivo de lo que hubiese sido hace unos cuantos años.
De esta manera los aledaños de la Santana presentarían el clásico aspecto de las grandes reuniones, con multitud de caras conocidas entre los que solemos movernos por conciertos a lo largo del año, y el entrañable ambiente que conllevan los reencuentros con viejos conocidos. Las citas del calibre de la que aquí se cuenta, suelen tener el poder de congregar aficionados que llevan mucho tiempo sin pisar bolo alguno, la clase de seguidores que reservan todo su énfasis y dinero, para los guateques en los que pasan lista.
Las evidentes incomodidades que provocaría la mencionada afluencia masiva, marcarían gran parte de la noche para los que venimos siendo comodones de serie. Lo de moverse de un lado a otro libremente, pedir tragos cuando nos apeteciera o disponer de nuestra particular parcela de tierra sobre la que poder agitar las greñas holgadamente, se convertiría de esta manera en utopía. Tocaba sudar, chocarse hasta para saludar y tener que desenvolvernos en un ambiente tan viciado como excesivo.
En esa inminente sauna thrasher en la que acabaría tornándose la Santana, saltarían sin demasiada pompa los noruegos Kvelertak. Una de las formaciones más de moda del momento se presentaría en el bocho tras su deslumbrante bolo del Azkena de hace unos meses, sin que las condiciones fuesen a favorecerles de la misma forma en que lo hicieron aquella memorable noche. Si aquella vez salieron con la vitola de estrellas en ciernes, gozando de un meritoria lugar en el cartel y sonando como pocos conjuntos lograron aquel día, en esta ocasión oficiarían a oscuras, bajo el pesado yugo que soportan los teloneros de bandas estelares.
Sin amilanarse lo más mínimo y con el clásico mochuelo a modo de careta, los noruegos saltarían sobre el cacho de escenario que les habían dejado los jefazos del cotarro. Lo harían con su característico "Apenbaring" saludándonos con descaro, apretados pero sin dejar de agitar a cada metro que conquistaban. Tan incendiarios como les habíamos visto en anteriores comparecencias, pero castrados por un sonido y unas luces propias de grupo de verbena miserable.
A pesar de las catastróficas condiciones que gozaron, animarían el ambiente, pero sin llegar en ningún momento a conseguir el beneplácito de la mayor parte de la audiencia, más que nada por la enorme diferencia estilística que existía entre su bombástica propuesta, y la mucho más tradicionalista que reflejaban las camisetas de la txabalada allí presente. El grueso de la audiencia lo conformaban veteranos del Thrash ochentero, y el revoltijo de estilos que practican Kvelertak, poco sería capaz de rascar.
Erlend se mostraría como el animal escénico que acostumbra, y "Evig Vandrar" volvería a animar el cotarro una vez más, a pesar de que nadie fuese capaz de cantar dos líneas seguidas de su pegadiza cantinela. Terminarían de manera lustrosa, con su corte homónimo, sin demasiados aplausos a sus espaldas, pero con la cabeza tan alta como habían aparecido hacía unos cuantos minutos sobre las tablas de la Santana. Llegaran a ser enormes, pero esta gira no era la suya.
Los siguientes espadas de la noche, contarían con todas las condiciones favorables que se les habían negado hacía un rato a los Kvelertak. Sonidazo poderoso y luces de gala para que los Anthrax volviesen a defender su puesto en el legendario Big Four norteamericano. Clamarían desde el principio a golpe de “Caught in a Mosh”, mostrándose menos vertiginosos que en sus años mozos, pero conservando ese carisma y poderío que siempre les ha hecho celebres.
Con el calentón que acababan de provocar, se remangarían de nuevo para lanzarnos un “Got The Time” furibundo, tan divertido y hardcoreta como lucia en el célebre Persistence of Time. Dejarían la pista noqueada sin que a nadie se le ocurriese oponer resistencia frente al himno “Madhouse”, rematado a su vez por la archiconocida versión de Trust, que mil y una veces solíamos visionar en la Mtv cuando éramos mocosos. No cabía duda de que los de New York habían metido la directa y querían resolver el concierto por la vía del KO. Lo de ir sumando puntos, no parecía que fuese con ellos.
Cuando nos tenían a un suspiro del derrumbe más absoluto, presentarían el nuevo corte “Evil Twin” y lo enlazarían con un mucho más espectacular, “Fight Em Till You Can”. Aprovecharíamos como no podía ser de otra manera, para coger aire y percatarnos de lo maravillosamente en forma que se encuentran los Anthrax del 2015, con un Belladona potente y peludo, un Scott Ian sobrado de carisma y cadencia rítmica y un Frank Bello por el que no pasan los putos años.
Llegaría el momento mágico de la noche, en el que nos tocaba acordarnos de los nativos americanos. Belladona pasearía por el escenario el pequeño Peliñeco a su imagen y semejanza, al tiempo que presentaba uno de los mayores himnos que nos dejó la escena americana de los ochenta. Lección de historia metálica, con su valiente e inseparable porción de crítica social.
Gozando de similar poso pero mostrándose mucho más sorprendente, se nos presentaría la versión de SOD seguida del recuerdo a Dimebag y a Dio, en forma de telones flanqueando el escenario, al tiempo que la banda interpretaba la épica “In The End”. Bonito detalle que concluiría con la abarrotada Santana 27 puño en alto, luciendo la señal de los cuernos que el bueno de Ronnie James hizo famosa hace más de tres décadas.
Cerrarían tras el subidón emocional con un nuevo guiño a su obra capital. De esta manera pondrían a toda la sala gritando el “Among The Living”, haciéndonos retroceder muchos años en nuestras cabezas, precisamente hasta donde un día conectamos con las percusivas historias que contaban estos ilustres thrashers de pantalón corto. Se marcharían como triunfadores parciales y por lo que a mí respecta, cerrarían la noche con la vitola de ganadores intacta. Mucho ritmo, mucho temazo y mucha magia Thrash.
Los Slayer aguardarían para clausurar la noche sin embargo. De la misma forma que el infierno al que tantas y tantas veces han cantado estos legendarios macarras ilustrados, aguardarían su momento para capitanear la velada metálica perfecta en Bilbo. La mayor parte del gentío ansiaba verlos con todas sus fuerzas, y la emoción contenida se dispararía en el preciso momento en el que unos enormes telones blancos, iban a dibujar todo tipo de insignias apócrifas.
Pentagramas, cruces invertidas y finalmente símbolos de Slayer, se mostrarían ante nosotros para darnos la bienvenida a la misa negra perfecta. Caería el telón, y como si de un chiste absurdo se tratase, los cuatro Slayer aparecerían ante nuestras narices. "Repentless" sería el corte escogido para darnos el bautismo letal, enlazado sin compasión con un poderoso "Postmortem" y un "Hate Worldwide", que ha ganado peso con los años.
Tras el primer guantazo que la banda nos había propinado, caería sobre nosotros el "Disciple" que rezaba eso de que Dios nos odia a todos, seguido de puntillas por el letal "God Send Death" y la salvajada hecha canción que siempre ha sido "War Ensemble". A partir de ahí llegaría la parte menos lucida de la comparecencia, en la que los tiempos se detendrían en exceso por desgracia.
"When The Stillness Comes", junto a un "Mandatory Suicide" que me sonó pelín ralentizada, aminorarían el ritmo incendiario con el que había arrancado la velada, dejándonos recordar como Tom Araya hoy en día no llega a ser la sombra del enorme Thrasher que fue hasta hace bien poco, inmovilizado por su grave lesión cervical, e incapaz de agitar la testa como acostumbraba de mozalbete. Echábamos de menos también a Hanneman, a pesar del buen papel que se marcaba Holt a las seis cuerdas.
Pasaría la banda a recordar sus momentos pretéritos, enlazando con bastante acierto el "Chemical Warfare", el "Die Bye the Sword" y el "Black Magic", desembocando nuevamente en otra nueva fase desacelerada, con el "Seasons in The Abyss" ondeando alto y fuerte. La magia de Slayer no ardía tan fiera como la recordábamos hace años, pero intimidaba lo suficiente como para nadie frunciese el ceño.
Quedaría la traca final antes de que el combo se fuese a boxes, iniciada con la monumental “Hell Awaits”, ampliada con la máscara de piel muerta y rematada valientemente con un World Painted Blood, situado a la altura de los clásicos absolutos. La sensación sería excelente en esos momentos de la noche.
Saldrían a matar por última vez los Slayer, acercando el “South Of Heaven” hasta el mismo Bilbao y dejando extasiados a cuantos allí nos encontrábamos. No sería momento este de buscar comparaciones con tiempos pasados que ya no volverán, tocaba dejarse el cuello mientras tratábamos de seguir el ritmo que los yankees imponían. Así disfrutaríamos de todo el poder y la gloria que siempre llevaran consigo “Raining Blood” y “Angel Of Death”, una pareja de baile difícil de equiparar por banda ochentera alguna.
Concluiríamos satisfechos a pesar de las lógicas rayadas que produce la nostalgia. Nos acordaríamos con tristeza de los tiempos en los que la banda literalmente no tenía rival alguno sobre la tierra, y el conci nos sabría a cuerno quemado, aunque acto seguido, nos percataríamos de lo difícil que es llevar adelante un conjunto de estas características durante más de treinta años. Lo que hay que andar para superar rupturas, enfermedades, muertes y hasta algún disco flojo, y de esta manera, nos terminaríamos relamiendo con la felicidad de que a día de hoy, mejores o peores, aun podemos contar con unos Slayer de categoría. Mañana Dios-el que nos odia a todos- dirá.